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RAFAEL GRILLO HERNANDEZ

EL REVERSO DE EDIPO.
 
Yo soy un asesino, y esta es mi confesión. No la escribo porque tenga muchas ganas de hacerlo sino porque me obligan, me han dicho que lo haga y punto, quieren que escriba con la mayor exactitud posible qué hice, cómo lo hice, por qué lo hice, y otras cosas que caben en un etcétera, por eso digo que es una confesión, o sea una colección de etc que explican un crimen, porque yo cometí un crimen, es eso lo que me convierte en un asesino. Y empiezo declarándome como tal porque no quiero andar con rodeos, ni con misterios, después de todo, no veo nada extraordinario ni enigmático en lo que hice, claro que eso se lo debo a muchas personas que en estos últimos días se han encargado de hacerme entender, y, de veras que ya no creo me resulte difícil explicarme, y entonces ¿por qué darle vueltas al asunto? En definitiva, esto no es un cuento policíaco sino una confesión, y yo soy un asesino y no un escritor, y punto.
¿Por qué cometí el crimen? Prefiero empezar por ahí porque me parece que eso es lo que más les importa a todos, incluso a los que va dirigido este escrito; así, como ya conocen, en alguna medida ,qué pasó, podrían, si lo desean, leerse el principio y, si no les interesa nada más, lo dejan y punto. Tengo una razón muy personal además, el por qué me resulta lo verdaderamente interesante ¿Yo cometí el crimen, no es verdad? Entonces, todo lo otro lo conozco demasiado bien, lo viví personalmente, mientras que el por qué recién ahora lo sé, gracias a la amabilidad de los señores psicólogos y psiquiatras que se exprimieron las sienes, y exprimieron las mías, para llegar al meollo del asunto y...punto. Me estoy extendiendo demasiado y me rogaron ser conciso.
Según ellos, y debo especificar aquí que no me queda más remedio que tomarles prestadas sus palabras y conclusiones para explicar el origen de esta tragedia (así le llamaban), el origen debe localizarse en los primeros años de mi vida, de los cuáles apenas me acuerdo, excepto de dos o tres cosillas que ellos, con gran habilidad, debo decirlo, me hicieron recordar: primero, que yo quería mucho a mi mam y lloraba cuando ella me dejaba solo; segundo, que, a veces, mi pap se me antojaba, sobre todo cuando iba de uniforme, un ser enorme, y me aterraba cuando me regañaba o castigaba; y tercero, que teniendo apenas cinco años, o seis quizás, deseé matarlo por primera vez; el hecho en cuestión me resulta algo difuso, yo hice algo malo, no sé muy bien qué (son tantas las cosas que no deben hacer los niños), y él empezó a regañarme furioso y a prometerme algún castigo seguramente terrible, yo, asustado, le vomité encima, de su uniforme especifícamente, y él me zarandeó violentamente, me gritó algo, y me pegó... o no me pegó y sólo me sacudió, no podría afirmarlo con seguridad, si creo recordar que deseé que desapareciera, no exactamente que se muriera (no debía saber entonces qué era la muerte), que desapareciera como las palomas de los magos, que le pasara como a mi abuelo o a mi hermano menor que, de pronto, ya no estuvieron más. Este fue el despertar,creen ellos, de mis "deseos homicidas", algo con lo cual no estuve de acuerdo al principio porque yo no maté a mi...bueno, si estan enterados de lo que pasó en definitiva pueden imaginarse la causa de mi desconcierto inicial.
Pero lo cierto es que ellos lograron, con una paciencia admirable, extraer de mi memoria otros hechos que les permitieron rastrear, mientras yo parloteaba como una cotorra en el diván, " la evolución y desarrollo de mis impulsos homicidas". Les conté a los señores psiquiatras cómo volví a tener deseos de matar a mi padre cuando amagó romperme los juguetes acusándome de haberle extraviado un no sé qué que utilizaba para no sé qué, y yo, les aseguro, ni sabía que esa cosa existía; cómo él me reprochaba a menudo que mis calificaciones en la escuela podían haber sido más altas (el máximo, quería decir), y en ese momento yo pensaba que debía irse para la guerra como Mambrú, el de la canción; también lo deseaba cuando me prohibía utilizar ropa a la moda por considerarla extravagante, o cuando me obligaba a cortarme el cabello (hasta una vez él mismo me lo cortó, me hizo un pelado desastroso, yo ni quería ir así a la escuela, y él decía, orgulloso de sí mismo: "ahora si te asemejas a un hombrecito, y no como antes que lucías pájaro"), claro que yo siempre, luego de imaginarme, a veces hasta con lujo de detalles su muerte y entierro, sentía culpa y me recriminaba por esos malos pensamientos. A ellos les dije también, y a este dato le dieron mucha importancia, que yo sentía lástima por mi mamá, más que resentimiento, cuando ella le daba la razón a él, en mi contra, pues suponía debía sentir tanto miedo como yo de contrariarlo.
Otros sucesos de mi vida completaron mi " historial psicopatológico ", o sea el cuadro de mis traumas mentales (o así fue como lo entendí), donde se podía encontrar el "complejo de Edipo clásico ", "froidiano" (¿), "no resuelto", con la consiguiente y esperada "agresividad reprimida", que se manifestaba mediante "desplazamientos", en "actos hostiles" contra objetos, animales y personas. Ejemplos de tales actos fueron considerados:
_ La muerte de mi perro, o como ellos lo nombraron: "mi primer asesinato", o sea el primer acto criminal generado por mi "latente pasión homicida", aunque, en este punto, yo me defendí alegando que le lanzé la pelota de béisbol a mi perro porque huía de mi con mi media favorita en la boca, y que no quería matarlo, sino sólo que se detuviera para arrancarle la media y no me la destrozara.
_ Los dos o tres pajaritos, o que sé yo cuantos, pero en todo caso pocos (nunca fui de los mejores tiradores), que derribé con mi tirapiedras,por supuesto que me defendí también de esta acusación haciéndoles ver que matar pájaros era uno de los pasatiempos de los muchachos de mi barrio, y, que yo supiera, ninguno había matado a su ... a ninguna persona.
_ Sobre los pajaritos, también les confesé que un día sentí lástima de uno que había derribado, y caído en tierra, lo ví estremecerse algunos segundos antes de morir. Acordamos en ese instante mis amigos del barrio y yo ... , y me gustaría aclarar que siempre he tenido amigos, tanto en el barrio, como en la escuela primaria, y en la secundaria, y desearía que fuera así en el preuniversitario, aunque no sé si después de lo que ha pasado pueda seguir en la escuela, probablemente no, y lo lamentaría, me gusta estudiar, y he sido buen alumno (he obtenido buenas calificaciones sería mejor decir), sobre todo en las asignaturas de letras, porque tengo excelente ortografía (debe ser a causa de que leo mucho, y de todo: libros, periódicos, el diccionario), y hasta me conozco muchas palabras raras que asombran a mi maestra, ella dice que tengo "estilo" para escribir, que "si no fuera por mi mal genio podría llegar a ser escritor", y lo dice con razón porque cuando me provocan yo...y punto, no divago más, regreso a la concreta, al tema quiero decir, pues mis amigos y yo decidimos... antes de esto lo que yo quería decir era que me resulta extraño cómo he podido tener amigos y nunca me hayan rechazado, o no se hayan percatado de esos "impulsos criminales inconscientes" míos, hasta una vez tuve novia, aunque fueron unos días nada más (las mujeres son muy extrañas, excepto mi mamá, creo). Terminando con lo de mis amistades, yo pienso que puede suceder que ellos también posean esos "deseos homicidas" pero no se les han manifestado como me ocurrió a mi. Regresando al pajarito: abrimos un huequito en la tierra, lo enterramos, y punto. De este acontecimiento los psicólogos sacaron la conclusión de que el pajarito era yo,"simbólicamente", claro, y que el "entierro simbólico" explicaba mi posterior intento suicida. Aquello me pareció tan bello, interesante, y lo decían con tanta convicción, que no tuve más remedio que darles la razón en todos sus argumentos, y punto, no protesté más.
_Le prestaron especial atención al hecho de que, accidentalmente, hubiera tumbado, con el cabo de la escoba, el portarretrato con la foto del matrimonio de mis padres que estaba sobre el televisor. Estuvieron de acuerdo todos ellos, y a estas alturas ya me habían convencido, con suficientes argumentos, de su sabiduría, de que aquello no había sido una casualidad sino que era "la manifestación de un deseo inconsciente que había burlado las defensas del yo".
_Donde me dejaron realmente perplejo fue con la explicación que ofrecieron al piñazo que le dí en la cara a un muchacho en la secundaria. Ocurrió que él estaba llorando, lo habían estado molestando cómo sucedía a menudo, lo habían golpeado, y estaba llorando en una esquina del patio, me acerqué a él, sentí pena por él, quise consolarlo, pero me empujó, y entonces lo desprecié, lo odié, y le pegué con todas mis fuerzas, hasta deseé sacarle los ojos, lo pensé, pero no llegué a hacerlo ni nada por el estilo. Brillante explicación proporcionaron a ese acto: lo que me sucedió fue que se "activó un mecanismo de defensa de identificación con el agresor", primeramente me "identifiqué inconscientemente" con él, y eso me hizo sentir débil y miserable pero, al rechazarme, se "rompió esa identificación y la trasladé hacia mi padre, me identifiqué entonces con él, y actué como él se portaría con los débiles y miserables", por eso le pegué, y punto. Esto pasó solo unos pocos días antes del crimen, y, consideran ellos, demuestra claramente "qué en mi interior ya estaba todo dispuesto para que se produjera el crimen".
Creo que por qué cometí el asesinato ya ha sido explicado, para mayor claridad voy a hacer uso nuevamente de las palabras de los psiquiatras, ellos refieren que cometí el crimen " bajo un estado alterado de conciencia, generado en un individuo de sistema nervioso hipersensible, con un desarrollo anormal de la personalidad, y desencadenado por una situación traumática", o sea que soy un "perturbado mental", porque si fuera una persona normal yo no hubiera matado a mi madre, todo el mundo quiere a su madre, hasta yo, pero nadie la mata, y yo lo hice, y punto.
Hasta ahora no había dicho que mi crimen consistió en matar a mi madre, y si lo había callado, no era por mantener ninguna intriga: estoy consciente de que esto no es un relato de misterio, y, por demás, los que van a leer estas líneas saben muy bien que la persona que maté era mi madre, sólo que si lo hubiera hecho antes quizás hubiera perdido el hilo, o sea, la lógica de lo que contaba, y empezado a hablar de algo que sólo ahora creo llegado su turno: qué hice, cómo lo hice. No lo evito más, llegó la hora... , y punto.
El día del crimen pudo haber sido como otro cualquiera. Salí de la escuela y me dirigí directo para la casa. Cuando llegué, ella, mi madre, estaba llorando, mucho, con sollozos hondos y lágrimas que le inundaban la cara, no soportaba verla llorar, se volvía fea, vieja y triste. El no estaba, siempre se marchaba cuando discutían, si hubiera estado allí me habría atemorizado, colérico era imponente: gritaba, agitaba las manos, caminaba de un lado a otro, amenazaba con partir y no regresar más. Como no estaba, en vez de miedo, sentí odio, un odio intenso que su ausencia convertía en un desafío interior. Me arrimé a mi madre, sentía mucha lástima por ella, hasta ese momento todo había sucedido como en otro día cualquiera en mi casa, hubiera querido abrazarla, mimarla, acurrucarme en sus brazos como un bebé, sólo intenté besarla, y entonces hizo como el niño de la escuela, me rechazó, y me gritó: "Fue por tu culpa otra vez, se enteró que tú..." , y siguió hablando pero yo no escuché más, no quería escuchar más, no podía escuchar más, estaba atolondrado, como si un enjambre de abejas zumbara alrededor de mi cabeza, y la tuviera cubierta con una malla densa que me protegiera de sus picadas, y, a través de esa malla la veía a ella, escupiendo palabras venenosas como aguijones de abejas. Caminé hasta la cocina, despacio, debo haberlo hecho como los robots de las películas, el cuchillo estaba a la vista, el cuchillo grande y afilado de cortar las carnes, lo tomé sin saber que iba a hacer con él, lo supe después cuando, de nuevo al lado de ella, la miré a través de la malla que cubría mis ojos, y mientras las abejas seguían zumbando sin piedad, saqué el cuchillo que ocultaba en la mano tras la espalda y lo hundí en su vientre, una, dos, tres veces, o que sé yo cuantas, pocas en todo caso, pero suficientes. La vi caer y estremecerse unos segundos antes de morir. Debía haber mucha sangre, en el suelo, en el cuerpo de ella, en mis manos, pero no le presté mucha atención, no me impresionaba como la de las películas. Dejé caer el cuchillo y me incliné hacia ella, sentía l stima por ella, después los psicólogos me preguntaron si sentí amor por ella en ese momento, pero no lo sé, si recuerdo que, en aquel instante, pensé que había sido él, y no yo, quién la había matado, y un dolor muy grande se me clavó en el pecho, como si una piedra me hubiera pegado duro, justamente bajo mi tetilla ¿ese dolor era el amor? ¿es el amor? no lo sé, subí las escaleras corriendo, y ya en la azotea seguí corriendo aún cuando dejé de sentir piso bajo mis pies. Eso fue todo, quizás me disgregué un poco, podía haber dicho: maté a mi mamá y me tiré de la azotea y punto. Pero he querido contarlo todo, supongo que sea porque ahora sí puedo hacerlo, tengo una imagen tan nítida de los acontecimientos de ese día, demasiado, hasta la caída: volando lejos, fuera, por primera vez, del nido de mis padres, y el impacto en el suelo, simplemente como cuando la luz se apaga en la noche, y la oscuridad me adormece, y me duermo, y punto.
No me morí, tuve tanta suerte, o no la tuve, no sé. Me pregunto si eso es bueno o malo, pero me cuesta trabajo responderlo, no creo que sea fácil, tampoco lo fue aclararle a ellos si había deseado matarme cuando me lancé de la azotea, o si sólo quise huir, les dije que tuve deseos de morir pero ahora dudo, quizás no, o quizás fueran las dos cosas a la vez, no sé si eso ser posible, quizás ellos puedan saberlo mejor que yo, de lo que sí estoy completamente seguro es de que no he vuelto a sentir deseos de morirme, es posible hasta que ahora me sienta alegre, es una alegría rara, no como las de antes, no creo que sea tampoco esa felicidad de que hablan los adultos, imagino que nadie pueda sentirse feliz después de haber matado a su madre, por muy "psicópata" o "perturbado mental" que sea. De todos modos, no estoy triste por no haberme muerto, y gracias a eso, y a la amabilidad de los señores psicólogos y psiquiatras que, generosamente, y con enorme paciencia, me han ayudado a entenderlo todo, puedo escribir esto, y poner en orden mi cabeza, comprender, sobre todo, por qué, si siempre deseé matar a mi padre, terminé matando a mi madre, dicen que en ese momento me "identifiqué" con él, que "actué transformado "en él, y eso me alivia de culpas, de responsabilidad por lo que hice, me dicen también que lo hice por amor, y sé que ellos, que lo saben todo y son muy sinceros, no lo dicen para consolarme. El hecho de que le encajara el cuchillo en el vientre a mi madre tiene, me aseguran, un significado sexual, eso me desconcierta un poco, lo confieso, no era nada de eso lo que consideraba yo sexo, o lo que me hacían ver las películas y los libros, pero yo no conozco mucho de sexo, lo reconozco, y ellos sí deben saber ; dicen que intenté matarme para reunirme con ella en el más allá, puede ser verdad, aunque nunca me creí de veras eso del ciclo , y de que allí están los muertos, tampoco me parece que lo creyeran mis padres, cuando digo esto algunas personas se escandalizan, y afirman que, si no quise matarme por "arrepentimiento" o "salvación espiritual", constituyo una "persona potencialmente muy peligrosa para la sociedad", pero de esto no estoy seguro, probablemente exageran. Me imagino que debo preguntarlo. No lo sé.
Ellos sí deben saber, y punto.
 
DE COMO EL PSICOANALISIS SALVARA A LA HUMANIDAD
(Artículo que aparecerá en una revista del año 2056)
 
No se extrañe usted, amigo lector. Confieso que soy yo el primer sorprendido con el título que he decidido ponerle a mi artículo. También todo lo que voy a decirles aquí me resultó, en un inicio, descabellado, y ridículo. ¿Cómo una presunta ciencia del pasado, de la cuál, seguramente, la mayoría de los lectores, ni siquiera han oído hablar nunca, y sólo unos pocos tendrán una vaga noción de qué es el psicoanálisis, o quiénes fueron Freud o Lacan (dos de sus principales pensadores); cómo una teoría psicológica, que cuenta actualmente con apenas mil defensores en todo el mundo, agrupados en una asociación fantasma: la Sociedad Psicoanalítica Internacional, de muy dudosa reputación dentro de la comunidad científica mundial; cómo un engendro tal, tildado de literaturesco e irracional, y tan sólo actualmente con un valor histórico (o prehistórico quizás), va a presentarse ahora como el probable descubridor de la causa y métodos de curación de la terrible enfermedad correctamente nombrada por la opinión pública "el mal del siglo" y "la asesina de talentos", en espera de que los prominentescientíficos, embarcados en su estudio, logren ponerse de acuerdo, siquiera, en cómo nombrarla?
Lo cierto es que los psicoanalistas tienen sus respuestas. Están lidereados por Fredmundo Segis, uno de los pocos en activo, considerado por sus seguidores "el nuevo Freud", y adorado como una especie de Mesías o salvador del psicoanálisis, no sólo por la similitud de su nombre con el del célebre fundador Segismundo Freud, sino porque, de ser ciertas sus suposiciones, el psicoanálisis quedaría reinvindicado, y una nueva era de esplendor comenzaría para él.
Los psicoanalistas han elaborado una hipótesis, si bien poco confiable para las mentes del hombre de hoy, al menos coincidente con los presupuestos psicoanalíticos básicos, coherente en su esencia, y esperanzadora para la humanidad entera, que observa, con temor y desconfianza, el desconcierto de los más grandes hombres de ciencia de todo el mundo, que prefieren callar por toda respuesta, cuándo se les indaga acerca de este nuevo e infernal reto, esta criminal enfermedad, que escoge jóvenes de considerable talento y futuro para ensañarse en ellos, privándoles, poco a poco, del deseo de actuar, sumándolos en una indiferencia tal, que son incapaces hasta de motivarse por aquellos estímulos que garantizan la vida misma: el agua, el alimento, el movimiento, arrastrándoles a una muerte cruel, inexplicable, y lenta, si no perecen antes de alguna enfermedad, conocida y presuntamente curable, que se resiste a ser vencida por los métodos tradicionales, como si en ese cuerpo hubiera encontrado las condiciones ideales para volverse inexpugnable.
Para esta afección, que, como sabrán ustedes, ha arrancado la vida a más de diez mil personas, a un ritmo creciente, entre ellas promisorias figuras de la más nobel generación de investigadores, teóricos, científicos aplicados, y políticos, los psicoanálistas han hallado una explicación, bien alejada de lo que consideran médicos prestigiosos, empeñados en encontrar una deficiencia orgánica, o un agente viral o bacteriano que la cause. "El problema - aseguran los discípulos de Segis - es psicológico y no biológico. Se trata de una epidemia, pero de una epidemia mental; se trata de una enfermedad cuyo origen no está en el funcionamiento orgánico de las personas, sino en el funcionamiento de sus mentes; ni siquiera en el funcionamiento mental de un individuo aislado, sino que se trata de la enfermedad mental de la sociedad de nuestro tiempo. Las personas no enferman, son sólo vehículos que expresan la insania latente de la sociedad, son emergentes".
¿Cómo pueden afirmar esto con tanta seguridad? - se preguntarán ustedes, hijos de una sociedad basada en la racionalidad, en la lógica más lúcida y consecuente, segura de su ciencia penetrante, pragmática, y tecnologizada, que ya supo enfrentar y vencer desafíos tales como el cáncer, el SIDA, y manipular los genes humanos. ¿Cómo? Esta respuesta la obtuve por boca del propio Fredmundo Segis.
Debo confesarles que llegué hasta él, casualmente, movido sólo por pura curiosidad periodística; necesitaba, en aquel entonces, solamente un tema, quizás sensacional o extravagante, para llenar mi espacio en la revista. Un simpático anuncio (simpático, sólo eso me pareció entonces), en la puerta de una modesta casa de la parte vieja de la ciudad, me motivó a acercarme a ella. El cartel decía: " Antes de morir , done su inconsciente. Psicoanalícese ". Las palabras "psicoanálisis" e "inconsciente" las recordaba vagamente, y tenían ese sentido extravagante y sensacionalista que buscaba para mi artículo; por eso toqué a la puerta. No podía imaginar entonces que este acto implicaría: primero, que no podría entregar mi artículo en tiempo, con la consiguiente riña con el editor; segundo, que pasaría más de quince días, como una huraña rata de biblioteca, enredado con volúmenes viejos y difíciles de asimilar, escritos por señores llamados Freud, Jung, Fromm, Lacan, y otros, que, a la postre, resultaron ser reveladores, y terminaron convenciéndome para escribir esto; y tercero, que surgiría en mi, lenta pero implacable, una convicción que me ha llevado a dedicar, todas las semanas, una hora, tendido en un diván, a relatarle a un señor, nacido con la virtud, rara en estos tiempos, de escuchar todos mis sueños, verdaderos o inventados, todos mis recuerdos, reales o no, todos mis actos, todos mis deseos, todas las cosas que se me ocurren, en fin, toda mi vida... ¿cierta o falsa? Pero eso no tiene demasiada importancia.
No podía prever nada de esto cuándo, ante mi toque insistente, se abrió la puerta para mostrarme a un viejo, que aparentaba unos setenta y cinco años (después supe que superaba los noventa), con un aspecto bastante común sino fuera por su mirada, inusualmente enérgica, y su cabeza calva y alargada como una pelota de rugby ; su vestimenta era tremendamente sencilla, algo descuidada. Un aire singular que escapaba del conjunto de su figura me desconcertó; creí al principio que se trataba de esa atmósfera sobrehumana y celestial, por demás casi siempre artificial y engañosa, que envuelve a los místicos; más me convencí, más tarde, de que estaba verdaderamente ante un iluminado, una criatura excepcional. Me presenté, le dije nombre y profesión. " Segismundo Freud... digo Fredmundo Segis "- se presentó a su vez, cometiendo algo que luego sabría que se le llama "acto fallido". "¿Vienes por el anuncio?". Le respondí que sí. "¿Sólo para chismear o para psicoanalizarse?". Le dije que lo que deseaba era entrevistarlo acerca del significado del cartel. Hizo un gesto desaprobatorio con la cabeza, pero una alegría, desmesurada me pareció entonces y comprensible ahora, se apoderó de sus vivaces ojos, como si hubiera llegado quizás la oportunidad de su vida y no fuera a dejarla escapar. Y no lo hizo; empezó a hablarme, con una elocuencia y una claridad inesperada para mí, y logró cautivarme con aquella disertación que lograba acercarse a los aspectos más enigmáticos de la misteriosa enfermedad, brindándoles una explicación lúcida y reveladora; no me ahogó tampoco con fraseología psicoanalítica (yo no hubiera podido comprenderlo) sino sólo me trasmitió conceptos esenciales para entender cómo pretendía curar él la enfermedad a través del psicoanálisis. Tanto me interesó, que permanecí en su casa, sin percatarme, varias horas; supuse luego que debí sentirme, entonces, como los discípulos de antaño en presencia del maestro filósofo.
No voy a reproducir completamente todo lo que me argumentó sino solamente aquello que pueda ayudarles a ustedes a responderse la pregunta que gravita en sus mentes . "La causa de este mal está encajada en lo más profundo del alma de la sociedad entera, tanto que corroe su cuerpo entero. Vivimos en una sociedad lógica, analítica, que sólo cree en los dictados de una razón pragmática y tecnologizada. El hombre vive en una maraña de palabras que toma equivocadamente por sus propios pensamientos, y de cifras, que le brindan los instrumentos que ha creado, alejándose de las cosas mismas, desconfiando de su propia percepción, de su propia capacidad para penetrar las cosas y llegar a la verdad. Los datos sustituyen a las cosas, las palabras a la intuición creadora, las máquinas a los brazos, a los actos propios, el mundo falso de la realidad virtual al mundo verdadero, la ambición por el dinero a la ambición por la verdad". "Somos una sociedad enferma -continuó hablando- peor aún es que somos inconscientes de esa enfermedad, pero lo peor de todo es que, precisamente, ese conocimiento, ahora imprescindible, es lo único inconsciente que nos queda; y esa es la causa de la enfermedad: nos quedamos sin inconsciente, vivimos sin inconsciente, hasta nacemos sin él; por eso mueren de este mal sólo los jóvenes, los que nacieron en esta sociedad corroída en sus raíces más profundas, nacieron sin inconsciente, o sea sin sueños que realizar o entender, sin conflictos íntimos que resolver, sin impulsos o deseos instintivos que satisfacer o sublimar, sin la fuente de energía que nos conducía al abismo o a la gloria, sin la memoria arcaica de una especie que, en algún momento, vivió en el Paraíso y desearía regresar a él, sin, ni siquiera, impulsos sexuales, casi desaparecidos ya, de tanto reprimirlos por considerar al sexo higiénicamente pernicioso. Por todo esto la enfermedad hace presa en los más jóvenes, y perdona a los viejos, a los que todavía tenemos inconsciente, a los que no hemos podido vencerle, destruirle totalmente a lo largo de nuestra vida. El mal paraliza, y postra, hasta la muerte, a los enfermos, porque no tienen energía, ni motivos, para enfrentarse a él. Somos una gran mente ociosa, que se revuelve despreocupadamente, creyéndose protegida dentro de las paredes del propio ego, sin brazos, o sin fuerzas para utilizarlos en la transformación de la realidad, además no tenemos por qué hacerlo, vivir o morir da lo mismo. Quizás ya ni el dinero pueda alentarnos: nos toca a tan pocos, y ni siquiera esos pocos pueden comprar con él la ansiada felicidad, ese Paraíso que buscábamos hasta que en algún momento nos extraviamos en el camino... o siempre anduvimos errados ¿quién sabe?". Segis terminó diciendo: "Que no busquen más el mal en el cuerpo, aún si lo hallaran, sería sólo la traducción de lo que ocurre en el alma. Vivimos bajo el imperio del Tánatos, sólo sirviendo al Eros, en la batalla por su supervivencia, podremos salvarnos".
En cuanto a cómo curar la enfermedad, la clave está en el enunciado del cartel. Segis dice: "Cuando el gran Freud descubrió el papel de los procesos inconscientes en la vida humana, y creó la teoría y la práctica psicoanalítica, sólo pretendió que nos conociéramos mejor a nosotros mismos, y que fuéramos capaces de mejorarnos con ese conocimiento, de dominar, hasta cierto punto, los impulsos inconscientes, para encauzarlos en la superación de nosotros mismos. Pero la sociedad humana ha ido más lejos; no nos basta conocerlo y pulirlo, tuvimos que eliminarlo como a un estorbo, precisamente por revelarnos nuestra debilidad, nuestra imperfección". Ahora, a los nuevos psicoanalistas, que han ido incorporando, lentamente, adeptos convencidos, les toca la enorme tarea de, así como los médicos transfunden la sangre para imprimirnos nueva vitalidad, o nos implantan órganos sanos que restituyan a los enfermos, transfundir e implantar inconsciente, teniendo ante sí un escollo difícil de superar, pues reconocen que el ser humano aún es incapaz de transmitir contenidos psíquicos directamente de mente a mente; pero ellos confían en la capacidad del hombre, sólo dormida y no extinguida, para producir sueños, para imaginar utopías, para recordar, para desear, y para compartir todo esto con los otros, difundirlo.
Por lo pronto, Fredmundo y sus seguidores están luchando por hacerse oír en los reacios círculos científicos, con una voluntad empecinada. El propio Segis ha comenzado a escribir una especie de "Diario del Inconsciente" que recoger lo que él llama su "mente profunda", y ha conminado a hacerlo tanto a los psicoanalistas como a sus, todavía desgraciadamente pocos, pacientes y voluntarios; y los carteles, como el que vi en su casa, ya andan diseminados por el mundo, en las puertas de todos los miembros de la Sociedad Psicoanalítica, deseando que acudan pronto, muchas personas, al urgente llamado.
Y usted, amigo lector ¿se atrevería a dejar a un lado sus prejuicios y presentarse? Quizás pueda contribuir a erradicar la enfermedad y salvarnos a todos. Quizás sea usted un héroe anónimo en esta batalla por el futuro de la humanidad. En lo más hondo de sí mismo ¿no le gustaría ser heroico?
Por mi parte, ya no sólo me sumé al grupo de "donantes voluntarios", sino que, cuando concluya de escribir este artículo, voy a continuar mi lectura de "La interpretación de los sueños", para relatar, e interpretar, en mi propio "Diario del Inconsciente", mi sueño de anoche; aunque no creo que esto sea muy complicado, mis sueños son bastante parecidos a la vida real, no como los de los pacientes de Freud, "pero al menos sirven para empezar"- me asegura mi psicoanalista.
 
DIOS Y EL SEXO TRAS EL HUMO DEL CIGARRO
 
Calmosamente, encendió el cigarro. Parecía querer seducir al tiempo, y obligarlo a detenerse, con el movimiento de la mano, lento y estudiado, que llevó el encendedor hasta la punta del cigarro. Absorbió el humo, no con ansiedad sino paladeándolo, y lo retuvo en sus pulmones el tiempo justo para sentirse inundado de aquella sustancia que, desde hacía muchos años, no le era ajena a su cuerpo sino necesaria. Cuando lo exhaló, intentó puerilmente armar anillos: puso su boca en forma de círculo, y lo fue expulsando poco a poco, pero sólo logró que el humo saliera en difusas bocanadas intermitentes. No se sintió decepcionado, no le frustraba fallar siempre sus intentos, sólo se reía para sí del infantilismo de aquellas tentativas. Estaba solamente siguiendo con detenimiento todos los pasos de un rito privado, tantas veces repetido que había acabado quedando totalmente desprovisto de significado y sentimientos, desnudo y obstinado como todas las obsesiones íntimas. Pretender formar círculos de humo era sólo el momento final, el toque maestro, si se quiere, que despojaba a toda aquella minuciosidad de repulsiva solemnidad y la convertía en una especie de juego, de reconciliación entre el niño que habitaba en él y los vicios de su adulto.
Se consideraba a sí mismo un fumador verdadero, distinguiéndose de las personas que acuden al cigarro solo para enfrentarse a una ansiedad volátil y devastadora, pudiendo entonces sustituirlo. No, él disfrutaba realmente el acto de fumar. Había terminado identificando el aroma y el sabor del cigarro con el aroma y sabor, irritante y ríspido pero cautivador, de su propia alma en soledad. Porque fumar lo recogía dentro de sí, lo aislaba de su circunstancia, detenía el transcurrir y el movimiento, lo envolvía en la niebla protectora de sus propios pensamientos. Viajaba a través de sí mismo, se descubría con cada bocado de humo que tragaba, y se perdía con cada espiral de humo que se disolvía en el aire como si encontrara la ruta inextricable de su frágil pensamiento yla siguiera hasta extinguirse en la nada (o la incógnita) que acecha al finalde todos los caminos. Quizás por todo esto le resultaba tan difícil apartarsede aquel hábito que reconocía pernicioso; lo más curioso es que pensara, sin embargo, que podía abandonarlo, no cuando quisiera pero sí cuando la búsqueda de su vida hubiera llegado a término.
También le gustaba combinar el cigarro con una taza de café, aspirarel humo y sorber el líquido, alternativamente, hasta acabarlos al unísono. Hubiera deseado hacerlo ahora pero era imposible: habría sido una falta imperdonable que abandonara el lecho, en este preciso instante para preparar café; ella hubiera malinterpretado su acto, y no le gustaba herir la sensibilidad ajena, prefería reprimir su deseo. Se quedó acostado, disfrutando el advenimiento de su voz interior, el regreso de su intimidad proveniente sin duda de los complicados arabescos del techo que la cortina de humo dejaba entrever. Había concluído de hacer el amor y, sin prisas, como de costumbre, esperando se aquietaran los desordenes que el sexo genera en los cuerpos, se había separado de ella, tendiéndose a su lado para ejecutar, a manera de epílogo, la maniobra descrita.
No había hecho el amor, y esta fue la primera conclusión, insoportable pero veraz, que su entendimiento, despertado por el cigarro, se apuró en brindarle. Había realizado el acto sexual con aquella mujer y nada más, descubría que no la amaba, ni había colmado aquel encuentro sus expectativas. Se reconocía decepcionado. Había perseguido a esa mujer varios meses con una desesperación casi adolescente, creía estar enamorado, y además poseído por una lascivia sorda y profunda que ablandaba sus entrañas, la deseaba como si con su posesión alcanzaría la anhelada redención espiritual. Ahora que ella había sido, al fin, suya, se percataba de su renovado autoengaño: como otras tantas veces se había dejado cegar por la esperanza de la realización de un sueño inalcanzable. Pero ella no tenía la culpa, eso lo alcanzaba a discernir claramente, y de nada vale culpar a los demás de las derrotas propias. En este momento sólo hubiera deseado que ella le permitiera engullir su frustración a la velocidad perezosa con que se consumía su cigarro.
Pero ella no lo dejaría. No podía hacerlo, perdida como estaba en suspropios laberintos. Lo veía sumido en su autismo introspectivo, absorto, como si ella no estuviera ahí, al parecer solamente interesado en observar las fugaces volutas de humo que se posaban sobre ellos. La venció su fantasma insumiso: la inseguridad.
- ¿Qué te pasa? ¿No te has sentido bien? - le preguntó.
El se demoró en contestar. Percibió el resquemor, la duda sensible que arrastraba la pregunta. Hubiera preferido callar a tener que mentir pero sabía que el silencio iba a ser tomado como una confirmación de insatisfacción. No le gustaba mentir pero no dudaba en hacerlo si con ello evitaba dañar a otra persona. Aunque esta vez no estaba seguro de que su respuesta la calmaría, quizás el tono de su voz lo traicionaría, más no tenía otra opción.
- No, no pasa nada. Me siento bien - respondió. Luego pensó que debió haber dicho algo más, algo así como "¿Por qué me haces esa pregunta?" o "!A qué viene esa tontería!", algo que la obligara a ponerse a la defensiva o que le restara importancia a la pregunta. Pero no dijo nada más.
- Es que te has quedado mudo. Tú no eres así ¿Por qué no me dices la verdad? No te he gustado, esperabas más de mí ¿No es eso? - Su temor no la dejaba callar, la incertidumbre de ser una amante torpe le llenaba la boca de frases infelices - Has encendido ese cigarro y estás distraído, como si anduvieras por otra parte, y no al lado mío. Seguramente piensas que yo...
La interrumpió. Comenzaba a molestarle grandemente aquel interrogatorio que lo arrancaba de sí mismo e interrumpía su plácido ritual. Trató de agarrarse de algo - Estoy fumando porque siempre lo hago. Eso no significa nada.
Aquella respuesta tenía la sólida y aplastante concisión de lo verosímil, y él pudo lograr su propósito: ella calló, se echó hacia atrás sobre su espalda, y tapó con la sábana su cuerpo desnudo con un pudor repentino y comprensible.
El prosiguió su rutina, contento de poder recobrar la lucidez que la situación otorgaba a su pensamiento. "Aunque estés casi convencido de que es en vano, sigues buscando a Dios en el orgasmo" - pensó. Dios era sólo una metáfora. No era creyente, y, si lo fuera, nunca se le hubiera ocurrido buscar a Dios en la satisfacción carnal. Hablaba de Dios porque intuía la semejanza entre su búsqueda y la de los filósofos, los místicos y los religiosos. El buscaba una experiencia sublime, un máximo de intensidad que otorgara sentido a la vida misma. La Felicidad, el Absoluto, el Paraíso, tantas palabras para denominar la misma cosa. Probablemente sea esto lo que buscan todos los hombres, pero cada uno escoge su camino particular. El había escogido el sexo porque había sido ahí, precisamente, donde más cerca se había hallado de alcanzar su meta. Cuando lo hacía, unas veces más que otras, se sentía próximo a su objetivo; en el clímax casi lo veía llegar, surgía el rostro de Dios, se revelaban sus contornos, difusamente pues nunca lograba percibir todos los detalles de su cara, y se desvanecía rápidamente tras el orgasmo, dejando tan sólo esa sensación de derrota que nunca es tan honda ni tan destructora como cuando uno ha estado muy cerca del triunfo. A veces pensaba que la solución era el amor, que no había amado a nadie nunca y esa era la causa de su fracaso, creyó que sólo en la conjunción del amor y el sexo, que sólo el sexo con amor era la solución. Más tuvo que reconocer luego que si aceptaba el hecho de no haber amado nunca, que si aceptaba que las palpitaciones en el corazón, el temblor en las piernas, el deseo irresistible de ver, ser visto, poseer, ser poseído, morir, ser muerto, los celos, los sufrimientos que había sentido por algunas mujeres a lo largo de su vida no eran amor, entonces no debía estar capacitado para amar, o el amor era algo tan elevado, tan esquivo y sutil, que era prácticamente inalcanzable. Y si esto era así ¿debía renunciar? No. Fue en ese momento que se inventó el mito de la mujer ideal.
- ¿Me quieres? Dime ¿me quieres? - ella volvía a la carga. Ahora escondiendo, bajo el disfraz de la sadomasoquista curiosidad femenina, la imperiosa necesidad de escuchar del hombre la confirmación, casi siempre engañosa, de ser amada.
El conocía de sobra, esa maniobra, manida y absurda, y aunque era capaz de entenderla sintió repugnancia. Nuevamente inquirido , casi lo vence el impulso de mandarla al diablo o de levantarse de un tirón de la cama y marcharse, más se controló pero sin poder evitar que su respuesta fuera brusca y trasluciera desprecio:
- ¿Por qué no me dejas en paz de una vez y no haces más preguntas?
Ella se viró de costado, de espaldas a él, y rompió a llorar, con un llanto reprimido, entrecortado, que lo tornaba más dramático, más desgarrador.
El se sintió compulsado a compadecerla, se arrepintió para sus adentros de su tosquedad, sentía culpa, y dolor por el dolor ajeno, pero no hizo nada. Trató de imaginarse consolándola y lo que le vino a la mente fue la imagen de un león, una bestia bruta y feroz, que de pronto regresara sobre sus pasos para arrullar a una flor que pisaron sus zarpas. Aquello le pareció ridículo. Maldijo entonces al condenado cigarro, que no acababa de quemarse, y lo mantenía atado a aquel lecho extraño. Regresar a su ensimismamiento era la única manera de soportar aquella situación.
"La mujer ideal, la mujer perfecta, la mujer escondida bajo cualquier rostro de mujer que pudiera transportarme a los cielos, una mujer única, que debía estar en alguna parte y que yo debía encontrar. Empezar a saltar de cama en cama, de sexo en sexo, en una trágica batalla contra el tiempo limitado de mi existencia, siempre buscando, siempre creyendo haber encontrado, y siempre fracasando... hasta llegar aquí. Hasta cuando debo continuar para acabar de convencerme de que mi pretensión es un absurdo. Y si se acabaran las mujeres - se rió para sí como a quién se le ha ocurrido un desatino - entonces continuaría con los hombres, de hombre en hombre buscando ahora no una princesa sino un príncipe azul que me eleve hasta el Infinito." - un calor peligroso entre los dedos de la mano le anunció que el lazo que lo encadenaba a ese sitio estaba terminando de quemarse y las cenizas dispersas anunciaban su liberación ¿todavía la deseaba? Un repentino insight en su conciencia le hacía dudar ¿si su búsqueda no tendría fin, era lógico seguir buscando? ¿si era su método irracional, no debía abandonarlo? ¿podría haber en verdad algo más allá de ese arrobamiento, de ese éxtasis providencial que lo sobrecogía en el clímax del placer? ¿y si fuera aquello el máximo de intensidad que la vida nos puede otorgar o que podríamos soportar? Pensó que la spera soledad en que se refugiaba era también su cárcel y su desamparo, sólo el roce de otra piel lo hacía sentirse menos solo, aunque más solo, más él mismo, pero más deseando reunirse con el otro.
Ella se había acercado a él y lo tocaba suavemente, tanteándolo, temiendo su reacción. El expulsó de un golpe, sin detenerse a hacer anillos, la última bocanada de humo, y tiró la colilla minúscula en el suelo, adonde había ido a parar toda la ceniza. Se volvió hacia ella, tenía unas ganas inmensas de que lloraran juntos, no sabía por qué, hubiera deseado enjugarle sus lágrimas, pero ella ya no lloraba y se contuvo de hacerlo. Ella ahora lo miraba fijamente a los ojos. El jugó a prever lo que vendría: un hermoso, y hasta dudoso, arranque de sinceridad femenina.
- Sabes, yo quería decirte algo, aunque quizás no deba, pero no me importa, sólo te pido que, por favor, no vayas a mentirme, y a decirme lo mismo sólo por lástima. Me he sentido muy bien contigo. Creo que nunca me había sentido así. - dijo ella y le puso un dedo sobre los labios, con esa romántica teatralidad propia exclusivamente de las mujeres.
No por esperado a él le pareció menos halagador, sabía que no debía repetir algo similar a sus palabras aunque se sintiera tentado a hacerlo, y no por lástima sino por agradecimiento, porque empezaba a pensar que también la había pasado bien. Pero todo lo que hizo fue darle un beso corto y decirle, a modo de chiste, algo que creyó sólo él podría entender:
- Entonces encontraste a Dios - y se sonrió, de una manera transparente, sin rastros de burla ni superioridad en su mirada.
Aquello la tomó por sorpresa, pero se recuperó enseguida de su asombro, y ripostó con esa rotundamente simple pero implacablemente acertada lógica femenina.
- No estoy segura de qué quieres decirme con eso... pero no, no encontré a Dios, tampoco lo andaba buscando.
 
LA MUERTE DEL ESPEJO
 
Nunca hubiera podido ni vislumbrar siquiera que fuera la rotura de ese espejo lo que le generara tal inquietud. Había transitado en pocos minutos de la rabia a la frustración, y de ahí a esa cenagosa y devastadora incomodidad que ni un presunto sentimiento de culpa, ni el valor real del objeto podían explicar. Se sentía atrapado, perdido de súbito entre la tupida arboleda de su propia y desconocida identidad.
Cierto es que aquel espejo tenía para él un significado especial, oculto ala luz de su conciencia: lo prefería sin saber por qué, no sólo lo prefería sino que era el único espejo en que se reconocía a sí mismo y podía soportar la contemplación de su imagen; detestaba el resto, una sensación de bochorno, de ridículo, lo obligaba a apartar la vista de su reflejo en cualquier otro espejo extraño.
Pero es que él no se había percatado, y mucho menos hubiera podido comprenderlo ahora, que de todas las cosas existentes es quizás el espejo la más parecida al hombre mismo por su capacidad inaudita de reflejar siempre la mirada ajena y nunca la suya propia, por eso los espejos son tan individualizables como el propio hombre. Aunque esto pueda parecer descabellado, me atrevo a afirmar que no todos los espejos son iguales, ni en todos puede uno encontrarse y descubrir su ser íntimo. Cada hombre tiene su espejo particular con el que se identifica, y en el que se reconoce, pero nadie es capaz de hallarse a sí mismo hasta que no se mira con los ojos de su espejo, y un espejo sólo es capaz de devolverte la mirada cuando se rompe en pedazos. Esos trozos de cristal azogado que yacían ahora en el piso alrededor de nuestro protagonista eran los ojos de su espejo que, acusadores, querían obligarlo a distinguir su individualidad irrepetible.
El tambaleante entendimiento de nuestro personaje buscaba la explicación a su turbio desasosiego en el suceso que había precedido a la muerte del espejo y en su decisión repentina, increíble, de expulsar de su lado a la mujer que pretendía amar. Ella le había confesado su infidelidad, y él había reaccionado, agresiva y puerilmente, lanzando aquel zapato que fue a incrustarse contra el espejo, haciéndolo añicos mientras este exhalaba un quejido amenazador. Podía discernir sin embargo que no debía culparla, que ella sólo había querido vengarse, defenderse de los múltiples engaños y humillaciones que él le infligía. Creía descubrir que su estúpida reacción de ira no era motivada por el dolor del amor traicionado sino por su orgullo lastimado, su vanidad dislocada. También por eso la había obligado a marcharse, en medio de ofensas y empujones ¿o había sido por el destrozo del espejo? El no alcanzaba a distinguir esa posible relación a pesar de que sólo pensó en sacarla de allí luego de que viera con disgusto el reguero de cristal por el suelo: los innumerables fragmentos devolviendo hacia su rostro molestos reflejos de luz o imágenes incompletas de sí mismo, de ella, del cuarto, de la situación entera.
No podía achacarle su estado de ánimo ni al arrepentimiento ni a la culpaestos son sentimientos demasiado fáciles de identificar, transparentes y sólidos; lo suyo tenía el carácter inconexo de los sueños, la zafiedad de la memoria, la viscosa materia de la vida percibida desde adentro. Como le ocurre a la mayoría de las personas, nunca había podido lograr suficiente desapego respecto a la experiencia propia para poder valorarla con objetividad como hacía con la vida de los otros. No podía entender entonces el origen de esta crisis que enlodaba sus vivencias. Estaba atravesando una de esas crisis en las que uno no puede detenerse a reflexionar porque no se cuenta con amarras para atar el pensamiento, y este vaga, perdido como una barca, por los oscuros mares de la inconsciencia. Es en esos momentos en los que uno comete un acto desesperado, extraídas las energías de demoníacos impulsos cautivos de pronto liberados, un acto que resultaría imprevisible hasta para los más allegados, un acto incomprensible hasta para uno mismo si estuviera fuera de las circunstancias, un acto que parecería reservado sólo para situaciones excepcionales y que surge engañosamente como la única opción salvadora.
Nadie conoce a su espejo hasta que lo rompe como mismo el hombre no es capaz de reconocer su esencia última hasta que no se cierne sobre él la sombra ineludible de su muerte, tan única y privada como su misma vida, así también, aunque parezca una paradoja, sólo es capaz el hombre de descubrirse y aceptarse a sí mismo cuando conoce a su espejo, ahora quebrado, y lo rearma, rehace en una totalidad íntegra los pedazos dispersos, como quién recompone la discontinuidad recién descubierta, que la vivencia unificadora del Yo escondía, para reinsertarnos en una necesaria ilusión de indestructible unidad.
Nosotros podemos comprender todo esto porque estamos en uno de esos remansos de calma que la vida nos concede, en los que la razón se convierte en un magnífico instrumento para discernir la realidad, pero nuestro hombre no, él estaba angustiado, y ciego, y solo en medio de su crisis. Por eso tuvo que hacer lo que hizo.
Barrió cuidadosamente las astillas de cristal que inundaban el suelo, como queriendo restituir el orden alterado, como si quisiera dejar limpio el escenario, sin posibles detalles distractores, para que el acto final ganara en grandilocuencia a los ojos de futuros espectadores. Guardó para sí el trozo mayor, aquel en que su rostro pudiera adivinarse casi entero, y se sentó en el borde de la cama, enfrente mismo al espacio vacío donde otrora podía mirarse con holgura. Intuía borrosamente lo que haría con el pedazo de espejo que retenía entre sus manos. No se encerraría en el baño como la mayoría de los suicidas.
 
GAME IS OVER
 
Encima del juego y los aciertos
en un cuadrado de estigma sin medidas
esperas el holocausto de la noche
sin zapatos con hebillas
en las copas en la inercia
que rebosa la intemperie
la jugada la estocada final
el artificio que te dar la ciudad
su madrugada que sabe de triunfos y renuncias
la mañana que sabes sin prisas
aletargada en una esquina
del reloj de la semana
como una esponja sin razón que absorbe todo
lo que quieres lo que no
lo que prometes cada vez que te marchas
encima del juego y los aciertos
a las preguntas que no se pronuncian
y escuchas el sábado casi inútil
el mismo el único
las preguntas que adivinan tus deseos
recogidos escondidos
protegidos del juicio y el desafío
en las copas en la inercia de una madrugada
que tentó a la mañana a la intemperie
que sabe sin prisas de los artificios
del reloj de la semana para plegarse
como esponja defenderse de la estocada final
la última pregunta sedienta de vacío
de dejarte sin fuerzas en las primeras
horas de un domingo inútil como sábado
sin zapatos con hebillas
que hablen de obsesivos de rituales
de cuadrados como estigmas de señales
que digan cuando termina la espera
cuando empieza la noche del polvo
del iluminado que escucha las preguntas verdaderas
no sus deseos de triunfos y renuncias
aletargados en una esquina de jadeos y lamentos
de turbios esfuerzos como juegos
que absorben todo lo que quieres
lo que no es esta inútil madrugada de domingo
que empezó a tejerse el sábado en la noche
cuando pensaste "si fuera diferente"
diferente el olor y las pisadas
diferente el ritmo y los rostros
iguales las preguntas pero ciertas ya sabidas
empujado el holocausto de la ciudad
como juicio que se marcha cuando lo prometes
sin prisas ¿ tanto sabe de esperas y de triunfos
o sólo anuncia la estocada final
la última pregunta el primer bostezo
y el último porque llega la mañana ?
y te quedas a la intemperie aletargado
en una esquina en la inercia
rebosado de copas hastiado del juego y los aciertos
¿tic tac ? marca el reloj de la semana
y suena así
como una primera pregunta
como otro desafío
como la próxima renuncia.